[…] Debía tener fe en que cambiar todo mi mundo iba a salir bien, pese a lo que pudiera perder por el camino. Luego resultó que no perdí nada, sino que fui yo la que iba dejando cosas y alejándome de aquello que me impedía alcanzar mi propósito.
Tenía muchas parcelas en las que ponerme a trabajar (todas), así que decidí enfocar mucha energía en una de ellas, mientras arrancaba lentamente con las otras. […]
Decidí empezar cambiando mi manera de dar clase para con mis alumnos. A partir de ese momento, iba a ser “yo”, no una imagen de mí, y aunque no fuese la maestra tradicional o perfecta, iba a formalizar ese reto, y ya sabía que no sería lo que la sociedad espera de una educadora convencional, pero aceptaba las consecuencias (que luego dieron como resultado mucho trabajo adicional). Las lecciones iban a tener un gran componente psicológico que desarrollaría cada tarde, como trabajo personal y de grupo.
Así que cuando algún alumno llegara tarde, en vez de recriminárselo y decirle “lo que tenía que hacer”, le sonreiría para mostrarle la alegría que me suponía verle llegar a mi aula. Era profesora de Matemáticas por las tardes en una academia y daba clase a adolescentes a los que se les daba mal esta asignatura o no les gustaba, y eso, de por sí, ya era un gran reto para ambas partes. Dejaría de ser una policía usando mis armas de superioridad frente a ellos; dejaría de vigilar si cumplían las reglas establecidas y dejaría de marcar las líneas correctas del camino. Ahora sé que esas líneas (normas) las pintó alguien hace mucho tiempo y que, en aquel entonces, eran óptimas; pero, en este momento, podemos borrarlas para delinear nuevas, o incluso dejar el camino sin pintar para que lo vayan haciendo ellos.
Mis alumnos eran almas sensibles que hasta entonces había tratado como tornillería.
Y una vez que cambié esto, todo vino rodado
No se puede comparar con nada la experiencia de ver lo que sucede cuando un adolescente cree en sí mismo y en su potencial; pero eso sale a la luz cuando está rodeado de adultos que también lo hacen consigo mismos y, de este modo, le enseñan a hacerlo y a disfrutar de su unicidad.
Gradualmente, experimentaba las grandiosas consecuencias de educar e interactuar desde el buen amor, quererles como son y no como quisiera que fueran. Con gesto amable, palabras bonitas y voz suave conseguía transmitirles lo que tanto les asustaba, y experimentaron que estaban capacitados para superarlo. Igual que yo.
[…] Y acumulando propósitos, me encontré con un montón de faena por hacer sólo en uno de los ámbitos de mi vida.
Aquello tenía pinta de que iba para largo, pero era feliz porque por fin me reconocía en cada instante y conforme avanzaba notaba que la situación era irreversible.
Extracto del libro No me preguntes más, cuéntamelo todo 01, de Encarni Moreno Zambudio.
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